Pocas personas han dilapidado su imagen pública en tan poco tiempo y con tan poco tino como J. K. Rowling, que lo tenía todo para convertirse en una figura idolatrada por varias generaciones: la sobrevaloración típica de una obra convertida en fenómeno de masas, su poquito de historia de superación y un cierto aire descafeinado propio de los más consolidados autores ingleses. Bastaba con callarse y recibir pleitesía, premios y jugosos derechos de autor.. En el mundo literario, que posee una natural tolerancia para declaraciones improcedentes, actitudes de adolescente malcriado y boutades varias, se me ocurren muy pocos casos similares; cierto es que uno de ellos no muy lejos. Pero ¿qué no aprenderemos si vivimos lo suficiente? La ley británica sobre igualdad le ha dado, de momento, la razón a la teoría transexcluyente que defiende Rowling, y excluye a las mujeres trans del término ‘mujer’. Ni siquiera en la victoria ha mostrado nada que no sea rígido, antipático y parcial. Allá va ella con todo su aparejo dado, pronta a estamparse contra la próxima polémica.. El gran problema (el evidente, quién sabe qué multitudes oculta en su interior) es que ni como autora ni como persona domina el arte del matiz, y cuando se cierra esa posibilidad lo que queda es un campo minado donde el que no comparte palabra por palabra un discurso se convierte en enemigo. Y a veces dan con la horma de su zapato. En el enfrentamiento que mantienen desde hace meses, Pedro Pascal ha asumido sin matices el papel del justo. Rowling, también sin matices, se ha atribuido el de la mártir.. Y en su altar, a Rowling le pierden las formas y ni le ha rozado la más elemental empatía. Quizá no nos sobrara saber que, incluso cuando creemos tener razón, no siempre la tenemos entera. La escucha no equivale a la traición. Y hay más valor en un diálogo incómodo que en cien certezas gritadas desde la cima del orgullo.
Pocas personas han dilapidado su imagen pública en tan poco tiempo y con tan poco tino como J. K. Rowling, que lo tenía todo para convertirse en una figura idolatrada por varias generaciones: la sobrevaloración típica de una obra convertida en fenómeno de masas, su poquito de historia de superación y un cierto aire descafeinado propio de los más consolidados autores ingleses. Bastaba con callarse y recibir pleitesía, premios y jugosos derechos de autor.. En el mundo literario, que posee una natural tolerancia para declaraciones improcedentes, actitudes de adolescente malcriado y boutades varias, se me ocurren muy pocos casos similares; cierto es que uno de ellos no muy lejos. Pero ¿qué no aprenderemos si vivimos lo suficiente? La ley británica sobre igualdad le ha dado, de momento, la razón a la teoría transexcluyente que defiende Rowling, y excluye a las mujeres trans del término ‘mujer’. Ni siquiera en la victoria ha mostrado nada que no sea rígido, antipático y parcial. Allá va ella con todo su aparejo dado, pronta a estamparse contra la próxima polémica.. El gran problema (el evidente, quién sabe qué multitudes oculta en su interior) es que ni como autora ni como persona domina el arte del matiz, y cuando se cierra esa posibilidad lo que queda es un campo minado donde el que no comparte palabra por palabra un discurso se convierte en enemigo. Y a veces dan con la horma de su zapato. En el enfrentamiento que mantienen desde hace meses, Pedro Pascal ha asumido sin matices el papel del justo. Rowling, también sin matices, se ha atribuido el de la mártir.. Y en su altar, a Rowling le pierden las formas y ni le ha rozado la más elemental empatía. Quizá no nos sobrara saber que, incluso cuando creemos tener razón, no siempre la tenemos entera. La escucha no equivale a la traición. Y hay más valor en un diálogo incómodo que en cien certezas gritadas desde la cima del orgullo.
20MINUTOS.ES – Cultura